Doña Exaltación. Reconociendo a la mujer del pasado… en el presente
En esta zona de los valles como en casi todas las localidades del interior del país, las generaciones de hace algunos años vivieron otra realidad social. Una de las más relevantes es el cuidado de la salud, las creencias y los tratamientos caseros. En Santa María, una de las mujeres que se dedicó a esto desde que era casi una niña, quien recibe como pago “su voluntad”, es doña Exaltación.
En esta zona de los valles como en casi todas las localidades del interior del país, las generaciones de hace algunos años, los que hoy son abuelos y hasta los hoy padres, vivieron otra realidad social. Una de las más relevantes es el cuidado de la salud, o más bien, las creencias y los tratamientos caseros con los que crecieron. Los “yuyos” incluso en el presente, son alternativas que se usan, pero la visita obligada a la que nadie faltó, es la curandera o el curandero del pueblo.
En Santa María, hasta hoy inclusive hay quienes realizan estas prácticas, curan en secreto, levantan la paletilla, curan de susto, de la ojeadura y del pulso, entre otras varias dolencias que en las grandes ciudades, quizá ni saben de su existencia. En el Barrio Santa Rosa Norte, en Santa María, una de las mujeres que se dedicó a esto desde que era casi una niña, quien recibe como pago “su voluntad”, es doña Exaltación.
Brindamos esta crónica, reconociendo en ella a todos los hombres y mujeres que dedicaron su vida a realizar este servicio. De ninguna manera dejando de lado la medicina actual, pero sí, mostrando parte de la realidad y de la idiosincrasia local, donde esta práctica es uno de los condimentos que hacen que la ciudad de Santa María, siga teniendo alma de pueblo.
Reconociendo lo que somos. Doña Exaltación, la curandera del barrio
Me acerco a Santa Rosa, barrio de Santa María, para recordar a una señora que hacía ya unos 15 años no la veía pero eso sí la sentía nombrar en los almuerzos domingueros cuando algún familiar se enfermaba y se llegaba a ver a “doña Exaltación”. La recuerdo como una señora enjuta, descuida por ella misma, hablando fuerte (para mí gritando, en ese tiempo que era chico) a veces prepotente y otras veces entrometida. Siempre me pareció que era la abuela de Nazareno Cruz, de la premiada e inolvidable película Argentina “Nazareno Cruz y el Lobo”, por su forma de hablar y gesticular.
Con los recuerdos a cuesta, me preguntaba si me aceptaría unas palabras. Una vez en su casa, ya había cambiado la fachada por eso no me orientaba bien, pero mantiene el quincho familiar un poco tapado por una habitación principal. Pregunto a una nieta (ella me lo confirmo después) si ahí vive la abuela y me confirma que sí pero que la esperara porque se había dirigido al almacén.
Como mirándome pero sin verme bien, me pregunta quién soy y qué quiero. Ya con esas palabras, me confirma lo anterior: ella es “doña Shalto” o mejor dicho Exaltación de la Cruz Escalante. Así se llama. Me hace entrar a la primera habitación, con dos camas que calculo son para atender a los ocasionales. Nos sentamos en una de ellas, con su perrito al lado, vigilando lo que pasa a su alrededor. “Tengo 81 años” me dice con ese tono cantado, como confirmando que tengo que levantar el volumen de mi voz, para que me escuche. Pero ahí me interroga ella a mí primero sin lograr escuchar mis preguntas. Hasta que logro preguntarle qué anda haciendo hoy por hoy.
“Curando a la gente vagos, chicos, grandes, preñadas y no preñadas” me dice así de rápido, como suele hablar ella. “Yo curo viendo las orines y fotos, aunque menos. Curo del riñón, del hígado, los pulmones. Del susto, del pulso, falseadura” pero ahí bromea con que lo único que no cura es la empreñadura.
“Yo nací con el don”, dice. Con frases cortadas por la entonación que le da, doña Exaltación cuenta que no sabe escribir ni el número uno, por eso la acompañan a todos lados porque no puede escribir su nombre. “Antes no había escuela, nos mandaban a cuidar las cabras y listo. Mi padre era rudo, así como soy yo” se apresura a decirme.
La entiendo porque conocí gente que en esta situación que viene de donde ella nació “Yo fui de la Hoyada, me crié en Pampayana y luego a Atacamaya donde se mantenía a esta pagana comiendo quirquincho” me versa, mientras la escucho sabia de la vida. Nunca me mira a los ojos sino a sus manos que se frotan a cada instante. Me comenta que todo comenzó a los 15 años cuando empezó a curar a través de los sueños. Ella soñaba los remedios y los llevaba a la práctica.
Como para corroborar lo que me confiesa me cuenta la aventura de cuando fue a pelar caña a Tucumán “Curaba cuando iba a pelar caña en Tucumán. Con Palo borracho cure un niño cuando se iba en sangre, diarrea y tos, esa criatura de se moría ya...Yo cuando sueño, no pierdo las esperanzas y trato de hacerlo”. Así como sabe lo que le pasa a otros, ella misma se predice lo que le pudiera pasar.“Una vez soñé que me enfermaba mal y al día siguiente casi me muero, me reventó la vesícula, me operaron de urgencia. En Catamarca el médico me decía –“esta vieja india no se muere-” sonríe. “Te salvó que tiraste todo por abajo sino ya te teníamos que charquearte y lavarte” cuenta que le dijo el profesional. Pero me pregunto si nacer con un don es suficiente y me responde que no porque ella cura por intersección de Dios porque es muy poderoso, más que ella. Sin embargo no tiene problemas con la medicina, pues respeta mucho a los médicos.
“Yo tengo muchos santos, Arcángel, yo no hago travesuras, una vez murió alguien importante en Santa María y pensaban que yo le hice el mal, vino la policía busco en mi casa pero no encontró nada. Nunca hice el mal ni me gustaría hacerlo”, destaca. Y así varias historias se escuchan de aquella boca que se limpia a cada rato, con el puño de una camiseta un tanto usada. También se acomoda algún que otro pelo negro que le cae por la frente, luego de sacarse el pañuelo que uso para ir de compras.
Siempre tiende a mirar para el piso como buscando los mejores recuerdos. Y ahí me relata que una vez vino un hombre de Buenos Aires, de apellido Calderón, que estuvo casi dos años enfermo allá y ella lo curó en tan solo dos días. A cambio de ello le regaló un olla ESSEN” me señala para la cocina.
“Con mis 81 años no doy brazo a torcer hasta que Dios quiera, sino ya nos iremos” sufrió mucho en su pasado y cuando viajaba hasta Santa María. “Vivíamos en Suriara, La Hoyada, y viajábamos varios días sobre burro para llegar hasta aquí… La gente de antes comían uvas, duraznos y nos daban el carozo para que, cuando nos íbamos a cuidar las chivas, lo rompiéramos y comer la pepa que es alimento. Comían asado y si quedaba nos daban a nosotros, sino teníamos que esperar” cuenta. Además agrega que no conocían azúcar, endulzaban la harina cocida con Añapa (producto de la molienda de la algarroba).
A esta altura de la charla ya soy su confidente y me dice “Así era antes, no te dejaban acercar mucho. Yo con mi esposo jamás nos dimos besos frente a los padres, ahora los ves ahí pegados y yo los reto. Manteníamos distancia como estamos ahora, usted ahí y yo aquí” me señala con el dedo.
Su esposo murió hace 40 años, cuando la hija más chica tenía 1 año apenas de vida. No tienen fotos de él porque en esos entonces no habían casi. Y ya que estamos más en confianza, me dice que no tiene vergüenza en contarme que robaba para dar de comer sus hijos. De noche los dejaba durmiendo y salía a la finca a sacar choclo, zapallo, de todo para cambiar por arroz o azúcar al día siguiente.
Ella tiene 12 hijos, 49 bis nietos, no recuerda cuantos nietos. Ya nos íbamos despidiendo cada uno con lo suyo y me dice que hace como 20 años que no vuelve a la Hoyada y la última que lo hizo, fue a lomo de mula. “Sabe hijo, a mí no me falta qué comer, tomar, coquear, pan, carne, queso que siempre me traen la gente porque me quieren”, destaca.
Le pregunto hasta cuándo cree tener fuerzas para seguir con esto, y me responde que “Será la Pachamama la que me lleve, yo no doy brazo a torcer”. Quiero sacarle una foto y me dice que me mueva despacio porque “el guardián” podría enojarse, siempre bromeando. Me despide cantando una copla, dejándome el sabor del pasado, y honrando un poco más la sabiduría de los “viejos”, que no deberíamos llamarles viejos, sino sabios de la vida.
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